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Así,
mientras vamos peregrinando hacia la Patria definitiva, somos invitados por la
Iglesia a reconocer en Jesús, al Rey que
vendrá de nuevo con gloria y cuyo reino no tendrá fin (Credo Niceno
Constantinopolitano).
No
ha sido así su Primera venida, fue silenciosa, casi oculta, humilde… sólo unos
pocos lo acogieron y les fue anunciado…
En
el relato que nos ofrece el evangelista Juan (Jn. 18, 18 y ss.) sobre el
diálogo entre Jesús y Pilato, representante del Imperio Romano, el más grande y
poderoso imperio de ese tiempo, impresiona el contraste entre ambos, sin
embargo Jesús se declara Rey.
Jesús
aparece en esta escena atado de manos
(Jn. 18, 12), llevado hasta él para
ser juzgado (Jn. 18, 28), y más aún declarado culpable, se muestra pacífico aún
tratado con violencia y declara la verdad: “Yo
soy Rey: para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad. Quien
está de parte de la verdad escucha mi voz.” (Jn. 18,37)
Una
lección admirable de nuestro Señor y Maestro. Son los rasgos que él delinea en
cada palabra suya sobre su Reino: manso, silencioso, veraz, fuerte, con la
fuerza de Dios no con la fuerza humana. Ya conocemos el triste y angustioso
epílogo del uso desalmado del poder humano mal ejercido.
Que
Jesús Rey nos enseñe a acoger su Reino, ese Reino de las parábolas para el que
debemos estar en sintonía con él, sino siempre serán enigmáticas; ese Reino de
sus milagros, para el que necesitamos espíritu de fe, sino podremos asistir a
muchos milagros y nada transformará nuestra vida; ese Reino que no es de este mundo (Jn. 18, 36), el Reino del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo, donde todo es comunión, entrega y amor.
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