JUAN PABLO II
REGINA CAELI
Domingo 23 de abril de 1989
Queridísimos
hermanos y hermanas:
1.
La reflexión sobre los dones del Espíritu Santo, que hemos comenzado en los
domingos anteriores, nos lleva hoy a hablar de otro don: el de ciencia, gracias
al cual se nos da a conocer el verdadero valor de las criaturas en su
relación con el Creador.
Sabemos
que el hombre contemporáneo, precisamente en virtud del desarrollo de las
ciencias, está expuesto particularmente a la tentación de dar una interpretación
naturalista del mundo; ante la multiforme riqueza de las cosas, de su
complejidad, variedad y belleza, corre el riesgo de absolutizarlas y
casi de divinizarlas hasta hacer de ellas el fin supremo de su misma vida. Esto
ocurre sobre todo cuando se trata de las riquezas, del placer, del poder que
precisamente se pueden derivar de las cosas materiales. Estos son los ídolos
principales, ante los que el mundo se postra demasiado a menudo.
2.
Para resistir esa tentación sutil y para remediar las consecuencias nefastas a
las que puede llevar he aquí que el Espíritu Santo socorre al hombre con el don
de ciencia. Es ésta la que le ayuda a valorar rectamente las cosas en su
dependencia esencial del Creador. Gracias a ella ―como escribe Santo Tomás―, el
hombre no estima las criaturas más de lo que valen y no pone en ellas, sino en
Dios, el fin de su propia vida (cf. S. Th., II-II, q. 9, a. 4).
Así
logra descubrir el sentido teológico de lo creado viendo las cosas como
manifestaciones verdaderas y reales, aunque limitadas, de la verdad, de la
belleza, del amor infinito que es Dios, y como consecuencia, se siente
impulsado a traducir este descubrimiento en alabanza, cantos, oración, acción
de gracias. Esto es lo que tantas veces y de múltiples modos nos sugiere el
Libro de los Salmos. ¿Quién no se acuerda de alguna de dichas manifestaciones?
"El cielo proclama la gloria de Dios y el firmamento pregona la obra de
sus manos" (Sal 18/19, 2; cf. Sal 8, 2), "Alabad al
Señor en el cielo alabadlo en su fuerte firmamento... Alabadlo sol y luna,
alabadlo estrellas radiantes" (Sal 148 1. 3).
3.
El hombre, iluminado por el don de ciencia, descubre al mismo tiempo la
infinita distancia que separa a las cosas del Creador, su intrínseca
limitación, la insidia que pueden constituir, cuando, al pecar, hace de ellas
mal uso. Es un descubrimiento que le lleva a advertir con pena su miseria y le
empuja a volverse con mayor ímpetu y confianza a Aquel que es el único que
puede apagar plenamente la necesidad de infinito que le acosa.
Esta
ha sido la experiencia de los Santos; también lo fue ―podemos decir―, para los
cinco Beatos que hoy he tenido la alegría de elevar al honor de los altares.
Pero de forma absolutamente singular esta experiencia fue vivida por la Virgen
que, con el
ejemplo de su itinerario
personal de fe, nos enseña a caminar "para que en medio de las vicisitudes
del mundo, nuestros corazones estén firmes en la verdadera alegría" (Oración
del domingo XXI per annum).
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