JUAN PABLO II
REGINA
CAELI
Domingo
14 de mayo de 1989
1. "Veni, Sancte Spiritus!". Esta
es, muy queridos hermanos y hermanas, la invocación que hoy, solemnidad de
Pentecostés, se eleva insistente y confiada desde toda la Iglesia: Ven, Espíritu
Santo, y "reparte tus siete dones según la fe de tus siervos"
(Secuencia de Pentecostés).
Entre estos dones del Espíritu hay uno sobre
el que deseo detenerme esta mañana: el don de la fortaleza. En nuestro
tiempo muchos exaltan la fuerza física, llegando incluso a aprobar las
manifestaciones extremas de la violencia. En realidad, el hombre cada día experimenta
la propia debilidad, especialmente en el campo espiritual y moral, cediendo
a los impulsos de las pasiones internas y a las presiones que sobre él ejerce
el ambiente circundante.
2. Precisamente para resistir a estas
múltiples instigaciones es necesaria la virtud de la fortaleza, que es
una de las cuatro virtudes cardinales sobre las que se apoya todo el edificio
de la vida moral: la fortaleza es la virtud de quien no se aviene a componendas
en el cumplimiento del propio deber.
Esta virtud encuentra poco espacio en una
sociedad en la que está difundida la práctica tanto del ceder y del acomodarse
como la del atropello y de la dureza en las relaciones económicas, sociales y
políticas. La timidez y la agresividad son dos formas de falta de
fortaleza que, a menudo, se encuentran en el comportamiento humano, con la
consiguiente repetición del entristecedor espectáculo de quien es débil y vil
con los poderosos, petulante y prepotente con los indefensos.
3. Quizás nunca como hoy la virtud moral
de la fortaleza tiene necesidad de ser sostenida por el homónimo don del
Espíritu Santo. El don de la fortaleza es un impulso sobrenatural, que da
vigor al alma no sólo en momentos dramáticos como el del martirio, sino también
en las habituales condiciones de dificultad: en la lucha por permanecer
coherentes con los propios principios; en el soportar ofensas y ataques
injustos; en la perseverancia valiente, incluso entre incomprensiones y
hostilidades, en el camino de la verdad y de la honradez.
Cuando experimentamos, como Jesús en
Getsemaní, "la debilidad de la carne" (cf. Mt 26, 41; Mc 14,
38), es decir, de la naturaleza humana sometida a las enfermedades físicas y
psíquicas, tenemos que invocar del Espíritu Santo el don de la fortaleza para
permanecer firmes y decididos en el camino del bien. Entonces podremos repetir
con San Pablo: "Me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las
necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues,
cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte" (2 Co 12, 10).
4. Son muchos los seguidores de Cristo -Pastores
y fieles, sacerdotes, religiosos y laicos, comprometidos en todo campo del
apostolado y de la vida social- que, en todos los tiempos y también en
nuestro tiempo, han conocido y conocen el martirio del cuerpo y del alma,
en intima unión con la Mater Dolorosa junto a la cruz. ¡Ellos lo han
superado todo gracias a este don del Espíritu!
Pidamos a María, a la que
ahora saludamos como Regina coeli, nos obtenga el don de la fortaleza
en todas las vicisitudes de la vida y en la hora de la muerte.
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