JUAN PABLO II
ÁNGELUS
Domingo 28 de mayo de 1989
1.
La reflexión sobre los dones del Espíritu Santo nos lleva hoy, a hablar de otro
insigne don: la piedad. Mediante éste, el Espíritu sana nuestro corazón
de todo tipo de dureza y lo abre a la ternura para con Dios y para con los
hermanos.
La
ternura, como actitud sinceramente filial para con Dios, se expresa en la
oración. La experiencia de la propia pobreza existencial, del vacío que las
cosas terrenas dejan en el alma, suscita en el hombre la necesidad de recurrir
a Dios para obtener gracia, ayuda, perdón. El don de la piedad orienta y
alimenta dicha exigencia, enriqueciéndola con sentimientos de profunda
confianza para con Dios, experimentado como Padre providente y bueno. En este
sentido escribía San Pablo: "Envió Dios a su Hijo,... para que
recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que
Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá,
Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo..." (Ga 4, 4-7;
cf. Rm 8, 15).
2.
La ternura, como apertura auténticamente fraterna hacia el prójimo, se
manifiesta en la mansedumbre. Con el don de la piedad el Espíritu infunde
en el creyente una nueva capacidad de amor hacia los hermanos, haciendo su
corazón de alguna manera participe de la misma mansedumbre del Corazón de
Cristo. El cristiano "piadoso" siempre sabe ver en los demás a hijos
del mismo Padre, llamados a formar parte de la familia de Dios, que es la
Iglesia. Por esto él se siente impulsado a tratarlos con la solicitud y la
amabilidad propias de una genuina relación fraterna.
El
don de la piedad, además, extingue en el corazón aquellos focos de tensión y de
división como son la amargura, la cólera, la impaciencia, y lo alimenta con
sentimientos de comprensión, de tolerancia, de perdón. Dicho don está, por
tanto, a la raíz de aquella nueva comunidad humana, que se fundamenta en la civilización
del amor.
3. Invoquemos del Espíritu
Santo una renovada efusión de este don, confiando nuestra súplica a la
intercesión de María modelo sublime de ferviente oración y de dulzura materna.
Ella, a quien la Iglesia en las Letanías lauretanas saluda como Vas insignae
devotionis, nos enseñe a adorar a Dios "en espíritu y en verdad"
(Jn 4, 23) y a abrirnos, con corazón manso y acogedor, a cuantos son sus
hijos y, por tanto, nuestros hermanos. Se lo pedimos con las palabras de la
"Salve Regina": "¡...O clemens, o pia, o dulcis Virgo
María!".
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