JUAN PABLO II
ÁNGELUS
Domingo 11 de junio de 1989
1.
Al regreso de mi peregrinación apostólica a los países de la Europa
septentrional, sobre la cual hablaré próximamente para exponer algunas
consideraciones, os pido desde ahora que deis gracias a Dios conmigo por lo que
me ha sido dado realizar de acuerdo con la misión pastoral que se me ha
encomendado.
Hoy
deseo completar con vosotros la reflexión sobre los dones del Espíritu Santo.
El último, en orden de enumeración de estos dones, es el don del temor de
Dios.
La
Sagrada Escritura afirma que "Principio del saber, es el temor de
Yahveh" (Sal 110/111, 10; Pr 1, 7). ¿Pero de qué temor se
trata? No ciertamente de ese "miedo de Dios" que impulsa a evitar
pensar o recordarse de Él, como de algo o de alguno que turba e inquieta. Este
fue el estado de ánimo que, según la Biblia, impulsó a nuestros progenitores,
después del pecado, a "ocultarse de la vista de Yahveh Dios por entre los
árboles del jardín" (Gn 3, 8); éste fue también el sentimiento del
siervo infiel y malvado de la parábola evangélica, que escondió bajo tierra el
talento recibido (cf. Mt 25, 18. 26).
Pero
este concepto del temor-miedo no es el verdadero concepto de temor-don del
Espíritu. Aquí se trata de algo mucho más noble y sublime; es el sentimiento
sincero y trémulo que el hombre experimenta frente a la tremenda majestad de
Dios, especialmente cuando reflexiona sobre las propias infidelidades y sobre
el peligro de ser "encontrado falto de peso" (Dn 5, 27) en el
juicio eterno, del que nadie puede escapar. El creyente se presenta y se pone
ante Dios con el "espíritu contrito" y con el "corazón
humillado" (cf. Sal 50/51, 19), sabiendo bien que debe atender a la
propia salvación "con temor y temblor" (Flp 2, 12). Sin
embargo, esto no significa miedo irracional, sino sentido de responsabilidad y
de fidelidad a su ley.
2.
El Espíritu Santo asume todo este conjunto y lo eleva con el don del temor
de Dios. Ciertamente ello no excluye la trepidación que nace de la
conciencia de las culpas cometidas y de la perspectiva del castigo divino, la
suaviza con la fe en a misericordia divina y con la certeza de la solicitud
paterna de Dios que quiere la salvación eterna de todos. Sin embargo, con este
don, el Espíritu Santo infunde en el alma sobre todo el temor filial, que
es un sentimiento arraigado en el amor de Dios: el alma se preocupa entonces de
no disgustar a Dios, amado como Padre, de no ofenderlo en nada, de
"permanecer" y crecer en la caridad (cf. Jn 15, 4-7).
3.
De este santo y justo temor, conjugado en el alma con el amor a Dios, depende
toda la práctica de las virtudes cristianas, y especialmente de la humildad, de
la templanza, de la castidad, de la mortificación de los sentidos. Recordemos
la exhortación del Apóstol Pablo a sus cristianos: "Queridos míos,
purifiquémonos de toda mancha de la carne y del espíritu, consumando la
santificación en el temor de Dios" (2 Co 7, 1).
Es una advertencia para
todos nosotros que, a veces, con tanta facilidad transgredimos la ley de Dios,
ignorando o desafiando sus castigos. Invoquemos al Espíritu Santo a fin de que
infunda largamente el don del santo temor de Dios en los hombres de nuestro
tiempo. Invoquémoslo por intercesión de Aquella que, al anuncio del mensaje
celeste "se conturbó" (Lc 1, 29) y, aun trepidante por la
inaudita responsabilidad que se le confiaba, supo pronunciar el
"fiat" de la fe, de la obediencia y del amor.
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